A veces, los encuentros más breves cargan con años de silencio.
Por las calles empedradas de la vieja ciudad la vi pasar, envuelta en un vestido que rozaba sus rodillas y con el cabello recogido, aquel cabello ondulado que tanto me fascinaba. Me acerqué despacio, casi temeroso, hasta rozarle el hombro. Le dije:
—Hola, ¿cómo estás? Han pasado varios años desde la última vez que nos vimos.
No supo qué responder. Apenas se encogió de hombros. Caminamos un largo trecho mientras ella me hablaba de su vida. Me contó que se casó hace cinco años, que aún no tiene hijos, que ha recorrido todo el continente y que pronto emprenderá una nueva aventura por Europa.
Me habló de su esposo, un hombre maravilloso, siempre atento y amable con ella. Sin embargo —y ahí su voz se quebró— confesó que no siente por él lo mismo.
Y rompió a llorar.
—¿Por qué me dejaste sola? —me dijo entre sollozos—. ¿Por qué te fuiste sin decirme nada? ¿Por qué no me buscaste cuando más te necesitaba?
No supe qué responder a aquellas preguntas que tanto dolían. Solo atiné a decirle que, algún día, hablaríamos de todo eso. Entonces pasó un taxi, ella levantó la mano para que se detuviera, me entregó su número y, con un beso en la mejilla, se despidió:
—Cuídate mucho… y escríbeme. Pongámonos al día.
Y en aquella calle de la ciudad, vi partir una vez más al amor que, más de una vez, me había salvado de la muerte.

